martes, 4 de abril de 2017

La mujer que encabezó el narcotráfico en México mucho antes que el Chapo

Durante su estancia en México, William Seward Burroughs tuvo contacto con numerosos personajes de la vida underground mexicana y no fue para menos; el escritor había decidido vivir como un marginado debido a las constantes presiones que ejercía sobre su persona el establishment de la época. Al igual que lo hizo en su país natal, este ícono de la Generación Beat no se preocupó por acercarse a las personas que le rodeaban ni acoplarse a sus costumbres. Lo único que le importaba era conseguir algunas drogas y seguir con su constante proceso creativo sin importarle nada más.

Bajo esta postura, lejos de interesarse por el ambiente literario mexicano, Burroughs se sumergió en el lado más bajo de la ciudad para encontrarse con las figuras más afamadas de la ilegalidad en la Ciudad de México de la década de los cuarenta. Al estar en contacto (muy frecuentemente) con la policía a causa de problemas legales relacionados con migración y narcóticos, el escritor necesitaba un abogado de cabecera que fuese hábil “convenciendo” a los jueces de que WSB no era un problema para la sociedad. Esa figura la encontró en Bernabé Jurado, mejor conocido por ser el abogado más corrupto y temido en todo México.



Las habilidades que este hombre tenía para burlar a la ley le otorgaron un lugar en el corazón de Burroughs y en la novela “Junkie” lanzada en 1953, sin embargo, en una novela sobre drogas y excesos la figura de un abogado corrupto es nada comparada con la de un narcotraficante; en el México de 1940, una mujer ocupó ese lugar. María Dolores Estévez Zulueta, mejor conocida como “Lola la Chata”, comenzó su vida vendiendo café y chicharrones en el puesto de su madre en un modesto mercado de la Ciudad de México; al cumplir 13 años, ya había entrado al negocio de las drogas cumpliendo la función de mula, llevando en su canasta, además de frituras, pequeñas dosis de marihuana, morfina y heroína  que distribuía por las calles.



Por las noches, Lola se dedicaba a fichar en el cabaret Colonial, situado en la Plaza Santos Degollado sobre la calle de Independencia. En ese lugar conoció a Casto Ruz Urquizo, con quien huyó a Ciudad Juárez donde aprendió toda clase de mañas y movidas relacionadas con el oscuro mundo del narcotráfico, para después regresar a la capital donde establecería su centro de operaciones, con más precisión, en la calle San Simón, en La Merced.

A pesar de que los periodistas, a los que odiaba por sobre todas las cosas, nunca le retiraron la etiqueta de criminal; la gente que la conocía la quería demasiado gracias a todos los favores y regalos que Lola les hacía constantemente. Debido a la fuerte devoción que le tenía a la Virgen de San Juan de los Lagos, cada año organizaba un viaje con un auto cargado de flores y tres camiones llenos de gente. Evidentemente, todos los gastos corrían por su cuenta.



Para sus 28 años, la reina definitiva del mercado de drogas en México ya había pisado siete veces diferentes prisiones: el Palacio de Lecumberri, las Islas Marías y la Cárcel para Mujeres. Gracias a que tenía en su bolsa a varios funcionarios y jueces, logró salir de ahí sin pena ni gloria. Incluso en 1945, cuando fue recluida a las Islas Marías, pudo construir un aeropuerto y un hotel especial para que sus hijas tuvieran la posibilidad de visitarla cuando desearan.

Definitivamente, 1957 no fue el año perfecto para “La Chata”. El cuatro de abril, veinticinco elementos de la Policía Judicial Federal irrumpieron en su casa mientras cocinaba con sus seis sirvientas. Entre los cargos que se le imputaron antes de ser enviada a la cárcel para mujeres, se encontraba el de tener nexos con otros capos importantes del país, entre ellos Pancho Pistolas, Max Cossman y Pedro Sosa Belmont; al saber esto, lo único que pudo decir fue: «Yo no necesito aliarme con nadie». Cada miércoles era visitada por cuarenta o treinta personas a quienes recibía luciendo costosos relojes, joyas y rebozos de seda, rematándolos con una llamativa sonrisa que dejaba ver sus dientes incrustados de brillantes.



Finalmente, en septiembre de ese mismo año, la mítica María Dolores Estévez Zulueta murió de un paro cardiaco que la atacó durante una operación de vejiga a la que se sometió para evitar oler mal. Aunque Burroughs nunca la conoció, su historia le fascinó tanto que plasmó su figura en dos novelas más: “El almuerzo desnudo” y “Ciudades de las noches rojas”, donde, la que algún día fuera la distribuidora de drogas más grande de América Latina, fue elevada al grado de heroína legendaria.

Referencias:

García Robles, Jorge, “Burroughs y Kerouac: dos forasteros perdidos en México“, Penguin Random House, 2007.

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